Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles 1, 1-11
En mi primer Libro, querido Teófilo, me referí a todo lo que hizo y enseñó Jesús, desde el comienzo, hasta el día en que subió al cielo, después de haber dado, por medio del Espíritu Santo, sus últimas instrucciones a los Apóstoles que había elegido. Después de su Pasión, Jesús se manifestó a ellos dándoles numerosas pruebas de que vivía, y durante cuarenta días se le apareció y les habló del Reino de Dios. En una ocasión, mientras estaba comiendo con ellos, les recomendó que no se alejaran de Jerusalén y esperaran la promesa del Padre: «La promesa, les dijo, que yo les he anunciado. Porque Juan bautizó con agua, pero ustedes serán bautizados en el Espíritu Santo, dentro de pocos días». Los que estaban reunidos le preguntaron: «Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el reino de Israel?». El les respondió: «No les corresponde a ustedes conocer el tiempo y el momento que el Padre ha establecido con su propia autoridad. Pero recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra». Dicho esto, los Apóstoles lo vieron elevarse, y una nube lo ocultó de la vista de ellos. Como permanecían con la mirada puesta en el cielo mientras Jesús subía, se les aparecieron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron: «Hombres de Galilea, ¿por qué siguen mirando al cielo? Este Jesús que les ha sido quitado y fue elevado al cielo, vendrá de la misma manera que lo han visto partir». Palabra de Dios.
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La doctrina de la santa Iglesia sostiene que Cristo ascendió en forma física al Cielo tras su Resurrección en presencia de sus Apóstoles. Se entiende por "ascender al cielo" a una unión física con Dios Padre y no a una transformación espiritual del individuo como es habitual en las doctrinas de otras religiones.
Dice el CEC, art. 659: “(…) El Cuerpo de Cristo fue glorificado desde el instante de su Resurrección como lo prueban las propiedades nuevas y sobrenaturales, de las que desde entonces su cuerpo disfruta para siempre (Cf. Lc 24, 31; Jn 20, 19. 26). Pero durante los cuarenta días en los que él come y bebe familiarmente con sus discípulos (Cf. Hch 10, 41) y les instruye sobre el Reino (Cf. Hch 1, 3), su gloria aún queda velada bajo los rasgos de una humanidad ordinaria (Cf. Mc 16,12; Lc 24, 15; Jn 20, 14-15; 21, 4). La última aparición de Jesús termina con la entrada irreversible de su humanidad en la gloria divina simbolizada por la nube (Cf. Hch 1, 9; Cf. también Lc 9, 34-35; Ex 13, 22) y por el cielo (Cf. Lc 24, 51) donde él se sienta para siempre a la derecha de Dios (Cf. Mc 16, 19; Hch 2, 33; 7, 56; Cf. también Sal 110, 1). Sólo de manera completamente excepcional y única, se muestra a Pablo "como un abortivo" (1 Co 15, 8) en una última aparición que constituye a éste en apóstol (Cf. 1 Co 9, 1; Ga 1, 16).”
Este aspecto del misterio pascual se relaciona con la importancia dada por la teología cristiana a la corporeidad, que la Palabra de Dios asumió en la Encarnación, que es glorificada en la Ascensión de Cristo a la derecha de Dios Padre y que los muertos recobrarán, en la Resurrección del fin de los tiempos. Se narra este episodio en Marcos 16, 19; Lucas 24, 50-51 y Hechos de los Apóstoles 1, 9-11. La liturgia cristiana afirma la Ascensión en el Credo de Nicea-Constantinopla y en el Credo de los Apóstoles: “al tercer día resucitó de entre los muertos, subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios, Padre todopoderoso.”
Jesucristo, el único Sacerdote de la Alianza nueva y eterna, no "penetró en un Santuario hecho por mano de hombre, sino en el mismo cielo, para presentarse ahora ante el acatamiento de Dios en favor nuestro" (Hb 9, 24). En el cielo, Cristo ejerce permanentemente su sacerdocio. "De ahí que pueda salvar perfectamente a los que por él se llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor" (Hb 7, 25). Como "Sumo Sacerdote de los bienes futuros" (Hb 9, 11), es el centro y el oficiante principal de la liturgia que honra al Padre en los cielos (Cf. Ap 4, 6-11).
San Juan Damasceno, respecto a que Cristo, desde entonces, está sentado a la derecha del Padre, nos dice: "Por derecha del Padre entendemos la gloria y el honor de la divinidad, donde el que existía como Hijo de Dios antes de todos los siglos como Dios y consubstancial al Padre, está sentado corporalmente después de que se encarnó y de que su carne fue glorificada". (1)
Sentarse a la derecha del Padre significa la inauguración del reino del Mesías, cumpliéndose la visión del profeta Daniel respecto del Hijo del hombre: "A él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás" (Dn 7, 14). (2)
A partir de este momento, los apóstoles se convirtieron en los testigos del "Reino que no tendrá fin".
La ascensión de Jesucristo marca la entrada definitiva de la humanidad de Jesús en el dominio celeste de Dios de donde ha de volver (Cf. Hch 1, 11), aunque mientras tanto lo esconde a los ojos de los hombres (Cf. Col 3, 3). Él, como cabeza de la Iglesia, nos precede en el Reino glorioso del Padre para que nosotros, miembros de su cuerpo, vivamos en la esperanza de estar un día con él eternamente. Ya que habiendo entrado Jesucristo una vez por todas en el santuario del cielo, intercede sin cesar por nosotros como el mediador que nos asegura permanentemente la efusión del Espíritu Santo.
Así ejercita la soberanía sobre los suyos, dándoles la gracia para llevar a cabo su misión en este mundo. Y es a través de ellos que Él se hace presente en la tierra.
“Cristo inauguró por su resurrección una vida inmortal e incorruptible. Ahora bien, esta tierra que nosotros habitamos está sometida a la generación y corrupción, mientras que el cielo está exento de la corrupción. Tal es el motivo por que no fue conveniente que, después de la resurrección, Cristo permaneciese en la tierra, sino que convenía que subiese al cielo. (…) Aunque la presencia corporal de Cristo haya sido quitada a los fieles por la ascensión, sin embargo, la de su divinidad siempre está presente a los fieles, según lo que él mismo dice: “Yo estaré con vosotros todos los días hasta la consumación de los siglos”. “Pues el que subió a los cielos no abandonó a los que ha adoptado”, dice san León, papa.” (3)
REFLEXIÓN
Como frase ilustrativa de esta charla, tome la que el apóstol san Pablo escribe a los cristianos de Colosas: "Aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra." (Col. 3, 1-2) Y también hemos escuchado las palabras del Señor: "Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los confines del mundo" (Hch 1, 8).
Al escucharlas con un corazón bien dispuesto, teniéndolo “levantado hacia el Señor”, acogemos con renovado fervor la bienaventuranza de nuestro redentor: “Bienaventurados los puros de corazón, porque ellos verán a Dios” (Mat. 5, 8). Y así podemos unir este misterio glorioso de la ascensión al de poder ver, contemplar a Dios “cara a cara” con la ayuda de su gracia que nos confiere por su Hijo unigénito a través del Espíritu Santo. (4)
Respecto a esto dice San Agustín: “(…) ya que nosotros estamos identificados con Él, en virtud de que Él, por nuestra causa, se hizo hijo del hombre, y nosotros, por Él, hemos sido hechos hijos de Dios… Bajó, pues, del cielo, por su misericordia, pero ya no subió Él solo, puesto que nosotros subimos también en Él por la gracia.”
Pero mientras tanto, sabiendo que la felicidad que el hombre puede alcanzar sobre la tierra es una felicidad incompleta, como nos enseña santo Tomás de Aquino, pero no por ello insuficiente e inútil, se encuentra en el hombre el deseo mismo de contemplar (5) a Dios, no simplemente como causa primera, sino tal como es Él en su esencia. Como dice Aristóteles, la felicidad es la última perfección del hombre, y esta consiste en la contemplación.
“Si no se desean, con toda la energía del alma, el conocimiento y la verdad, no pueden ser hallados. Pero si se buscan dignamente, no se esconden a sus amantes.” (San Agustín)
Esta contemplación de la verdad de ser genuina, deberá ser una contemplación reflexiva, detenida, profunda, con un corazón humilde e íntimamente unido a la divinidad, sus atributos y los misterios de la fe. “Porque ahora vemos por un espejo, veladamente, pero entonces veremos cara a cara; ahora conozco en parte, pero entonces conoceré plenamente, como he sido conocido.” (1 Cor 13, 1)
Contemplación velada, como nos dice el apóstol, para el hombre peregrino, que ya la puede hacer suya un corazón de carne que se estremece de ternura y se inflama de santo amor ante el rostro de Dios, “quien me ve a Mí, ve al Padre” (Jn. 14,9).
Recreación del rostro de Jesucristo a través del santo sudario, llegando a una representación tridimensional. (6)
Ver, contemplar la belleza del Señor con nosotros, su vida pública, junto a todas sus obras y enseñanzas, hacerlas parte de nosotros, para imitar a quien amamos, "Yo soy de mi amado, y su deseo tiende hacia mí." (Cantares 7:10) y así podamos llegar a decir junto a San Pablo; "Con Cristo he sido crucificado, y ya no soy yo el que vive, sino que Cristo vive en mí; y la vida que ahora vivo en la carne, la vivo por fe en el Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí." (Gal. 2:20) "Palabra fiel es ésta: Que si morimos con Él, también viviremos con Él." (2 Tim. 2:11)
Esta es fuente de inspiración para la vida religiosa y de manera particular lo fue para todos los santos, especialmente para San Agustín, cuando en oración se abismaba en este misterio contemplativo del rostro de Dios, “Oigo en mi corazón: «Buscad mi rostro». Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro.” (Salmo 26), “Eres el más bello de los hombres, en tus labios se derrama la gracia.” (Salmo 44)
Este es el corazón que gusta en la tierra de la felicidad perfecta, la contemplación celestial, gracias a que Dios por su HESED (amor de misericordia) nos hizo participes en su Hijo Jesucristo al abrirnos las puertas del cielo en su ascensión, porque no hay una ascensión sin resurrección, y la resurrección no tiene otro fin, otro propósito, que la ascensión. Así vemos como todos los misterios están íntimamente unidos. No hay una ascensión sin un abajamiento del logos, un anonadamiento divino del Verbo hecho carne. Del Dios con nosotros que se hace para nosotros y nos rescata de la sombra de la muerte, de las cadenas del pecado, elevándonos de nuestra antigua condición. “Nosotros le amamos a Él, porque Él nos amó primero.” (1 Juan 4, 19), del mismo modo, nosotros lo contemplamos a Él, porque Él nos contemplo primero en su Hijo, con el Hijo y por el Hijo. Que misterio tan excelso, su bondad no tiene medida. Este es nuestro Dios.
Este debe ser nuestro compromiso, una contemplación más intensa. Como los Apóstoles, testigos de la Ascensión, también nosotros estamos invitados a fijar nuestra mirada en el rostro de Cristo, elevado al resplandor de la gloria divina.
Ciertamente, contemplar el cielo no significa olvidar la tierra. Si nos viniera esta tentación, nos bastaría escuchar de nuevo a los "dos hombres vestidos de blanco" de la lectura de los Hechos de los apóstoles 1, 1-11: "¿Qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?". La contemplación cristiana no nos aleja del compromiso histórico. El "cielo" al que Jesús ascendió no es lejanía, sino ocultamiento y custodia de una presencia que no nos abandona jamás, hasta que él vuelva en la gloria. Mientras tanto, es la hora exigente del testimonio, para que en el nombre de Cristo "se predique la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos" (cf. Lc 24, 47). (7)
Podemos así sumarnos a esta solemnidad con la alegría desbordante de los apóstoles por esta futura contemplación que no será velada, sino perfecta. Ya que “Durante todo este tiempo que media entre la resurrección del Señor y su ascensión, la providencia divina se ocupó en demostrar, insinuándose en los ojos y en el corazón de los suyos, que la resurrección del Señor Jesucristo era tan real como su nacimiento, pasión y muerte. Por esto, los apóstoles y todos los discípulos, que estaban turbados por su muerte en la cruz y dudaban de su resurrección, fueron fortalecidos de tal modo por la evidencia de la verdad que, cuando el Señor subió al cielo, no solo no experimentaron tristeza alguna, sino que se llenaron de gran gozo. Y es que en realidad fue motivo de una inmensa e inefable alegría el hecho de que la naturaleza humana, en presencia de una santa multitud, ascendiera por encima de la dignidad de todas las criaturas celestiales, para ser elevada mas allá de todos los ángeles, por encima de los mismos arcángeles, sin que ningún grado de elevación pudiera dar la medida de su exaltación, hasta ser recibida junto al Padre, entronizada y asociada a la gloria de aquel con cuya naturaleza divina se había unido en la persona del Hijo”. (8)
Queridos hermanos, esta solemnidad nos invita a eso, a la alegría del banquete celestial, dándonos el Señor mismo la tarjeta de invitación con cada uno de nuestros nombres grabados en letras de oro junto al llamado, “Sed santos, porque YO SOY santo.” (1 Pe 1. 16; Lv. 19. 2)
Que por la intercesión de la santísima Virgen María, modelo de contemplación, y madre de todas las virtudes, mediante una sincera confesión podamos ascender en nuestra vida espiritual y vivir en permanente comunión con Jesús. “El perdona todas tus culpas y cura todas tus enfermedades. El rescata tu vida de la fosa y te colma de gracia y de ternura.” (Salmo 102, 3-4)
Y así el alma pueda elevarse a Dios, y regocijarse en Él…
A mirra, áloe y acacia huelen tus vestidos,
desde los palacios de marfiles te deleitan las arpas.
Hijas de reyes salen a tu encuentro,
de pie a tu derecha está la reina,
enjoyada con oro de Ofir.
(Salmo 44)
AVE MARÍA.
Notas:
1. CEC, part. I, art. 662, pag. 178.
2. f.o. 4, 2; pag. 94, 1104C.
3. Santo Tomás de Aquino. (S. Th. 3, q. 57, a. 1)
4. De los sermones de san Agustín sobre la ascensión del Señor.
5. La palabra contemplar proviene del latín contemplari (mirar atentamente a un espacio delimitado) compuesto con la preposición cum (compañía o acción conjunta) y templum (templo, lugar sagrado para ver el cielo). El templum era un lugar delimitado en el cielo, donde los augures (personas -sacerdotes- encargadas de interpretar los augurios -presagios-) habían mirado el vuelo de los pájaros, durante los augurios para determinar distintos eventos parcelando el cielo. Con el correr del tiempo se edificarían edificios que se llamarían con este mismo nombre -templo- para el desarrollo de este oficio, donde además se realizarían augurios con los órganos internos de los animales sacrificados.
6. Artículo publicado originalmente en la revista JPL Universe, de la Jet Propulsion Laboratory de la NASA, July 5, 1977.
7. Homilía del Santo Padre San Juan Pablo II en la Clausura del VI Consistorio Extraordinario.
8. De los sermones de san León Magno: Sermón 1 sobre la ascensión.